Wednesday, August 10, 2005

Ana

Isaac Divynetz se casó con Sonia Einstein. Ambos eran judíos, pero él no era ortodoxo para nada y no inculcó esa religión en a sus hijos, en Kiev, Ukrania. Isaac trabajaba en el palacio del zar, era modisto. Es decir se preocupaba de la decoración de palacio, carta de presentación de la realeza. Su especialidad eran los postres.

Isaac y Sonia tenían dos hijos, mellizos. Una noche que el matrimonio salió a un evento de sociedad, la casa, encargada a una niñera, se incendió con los pequeños adentro. Todos murieron y Sonia perdió la razón según los médicos de la época (hoy diríamos que cayó en depresión).

Isaac sin saber como ayudar a su mujer pidió consejo a los doctores, y no había cura. Pero quizá, una esperanza... cambiar de entorno, un viaje largo. Y así, esos ucranianos emprendieron una travesía en barco. Estando lejos, vino la revolución bolchevique y por tanto la caída del zarismo. Nunca más el viejo matrimonio aristocrático volvería a su tierra.

Viajaron por todo el mundo, en algún lugar nació un nuevo hijo, Miguel, en Egipto nació una nueva hija, Jaya. En Argentina, nació otra hija, Ana. Ana y su padre establecieron una relación de amor única e impresionante durante toda la vida. Isaac mandó hacer para su hija, un colchón de pétalos de rosas.

Cuando Isaac murió, su hija Ana mandó a hacer una máscara de yeso del rostro de su padre. Y durante todos los días de su vida, besó esa máscara antes de dormirse.

Ana era bella, parecida a una actriz de cine que cantaba ronco y tenía las mejores piernas del mundo, la alemana Marlene Dietrich. Fue por eso que a un famoso basquetbolista español de la época, Gabriel Ferrer, le gustó. Hizo galanterías de macho poderoso, y se casó con la bonita del baile.

A veces Ana en sus arranques, cuando ya era madre de los 4 hijos que tuvieron, decía iracunda “porqué me habré casado con un tipo de la vega”. Enrabiada por la poca cultura de Gabriel. Eso porque Ana amaba los libros y saber.

Fue pionera e iba a cursos de psicología en la Universidad en los años 50. Por supuesto, vestida a la última moda. Además, era ferviente adoradora de una Diosa, como Isis, no de un Dios. Y tenía una foto de esa Diosa, que era un gran rayo de luz, en su velador.

Gabriel hizo para Ana una buena vida, en una buena y hermosa casa ñuñoína con un jardín en el cual caminaban faisanes. Ana además contrató un par de mozos de planta para atender a sus visitas, como Neruda y otros personajes ilustres de la época. No contaba en eso mucho con la venia de Gabriel, que alegaba que “invita Ana Divynetz y paga Gabriel Ferrer”. Pero así fue.

Ana decoró esa casa exquisitamente, tenía hasta una buena reproducción de la Mona Liza encima de la chimenea. Cuando era abuela, se vestía los domingos de terciopelo u otras telas bellas para recibir a sus nietas... y a veces usaba un largo collar de perlas, atuendos que ciertas nietas, como yo, adorábamos.

Yo de chica le llevaba dibujos que me gustaba hacer. Ella los miraba con atención y los guardaba. Le llamaban la atención especialmente los dibujos de manos, que por ella supe que era lo más difícil de dibujar. Un día, ya entrada en años, apareció un nuevo cementerio, “El parque del Recuerdo”. Hacían comerciales de él en la televisión.

El comercial era de una niñita corriendo por un hermoso jardín con flores y encumbrando un volantín. Ana me decía “cuando yo me muera voy a estar en “el parque del recuerdo” y esa niñita va a ser la katinita que me va ir a ver”. Yo era chica y el tema de la muerte no me era cercano. No ponía mucha atención a eso.

En los años 80, Ana estaba muy gorda y le dio una enfermedad renal. Fue llevada a la clínica que ella quiso. La clínica Dávila. Esa clínica para ella era la mejor, pues era la alemana original. Además, ese lugar tenía arquitectura como casa chilena. Es decir, las piezas daban a un gran corredor de techo alto, que a su vez estaba lleno de ventanales que daban a un hermoso patio donde llevaban a los enfermos.

La grasa de Ana impedía que los medicamentos inyectables hicieran efecto. Le hicieron diálisis. Ella suplicó no seguir con esa tortura. El médico tratante contó que de hacerle ese tratamiento, a lo más se le alargaría la vida 6 meses. Y que recientemente, otra paciente sufrió de lo mismo y su familia decidió, a pesar de la enferma, aplicar diálisis.

El médico cuenta que esa paciente murió luego de 6 meses igual, pero llena de rabia que sus seres queridos no la dejaron morir en paz. La familia, mi familia, entonces se reunió y pese al rechazo inicial, se decidió hacer lo que su marido dijera. Gabriel no sabía pero mi padre, Miguel, le aconsejó que Ana muriera en paz y en su casa, como era su deseo. Gabriel aceptó.

Antes que Ana volviera a la casa de Luis Uribe, Gabriel mandó redecorar. Sabía que Ana estaría mucho acostada, así que mandó que se empapelara el techo de la pieza con un decomural de rosas violetas, su color favorito... para que Ana se sintiera envuelta en esas flores que amaba tanto.

Ana volvió a su casa, y tranquilamente murió en su cama el año 84. Y tal como quiso, Gabriel le compró su tumba en el parque del recuerdo, ahí la visité yo un tiempo. Luego, dejamos de ir hasta que, después del año el 2002, Gabriel fue a acompañarla por toda la eternidad.